Un lugar donde un hombre de Florida (Uruguay), la capital de la Piedra Alta, cuenta de todo un poco, sobre su pueblo, su vida, sus viajes, su familia y más que nada, sobre su Florida natal. Tambien mucho sobre mi querido Camino de Santiago.



Wednesday, December 1, 2010

La Sonrisa de Lucia.-

(por Graciela Mantero)

Algo está pendiente. Lucía decide llamar. Levanta el tubo de color café con su mano izquierda, acercando el dedo índice tembloroso a las teclas del teléfono. Ayer por fin consiguió después de tanto buscar, la dirección y el número. ”Es tarde” piensa, ‘’hay tres horas de diferencia, mejor me comunico mañana’’. Vuelve a dejar el auricular sobre el aparato telefónico. Camina en dirección a la sala y se sienta en el sillón de paño color gris, que tiene gastadas las posaderas. Extiende sus manos hasta tomar entre ellas, el almohadón que se encuentra en el costado derecho del sofá. Lo acomoda detrás de su cabellera dorada, y agenda con su mente lo que hará a la siguiente mañana. Tiene cita con el doctor muy temprano. Cuando regrese a la casa lo llamará por teléfono. Se levanta rápido, apaga la luz y va hacia la cocina. Calla el silbido agudo de la caldera; el agua caliente está lista. Se prepara un té, esta vez elige la caja verde de sabor a tilo, con propiedades calmantes. Coloca el sobre dentro de la taza de vidrio acaramelada, pone una cucharita de azúcar y deja caer el agua caliente burbujeante. Abre la nevera y saca la caja de leche descremada para poner un poco en el pocillo. Se sienta y muy despacio bebe el relajante natural. ”Tilo con leche, bueno para conseguir el sueño”, se dice sin mover los labios.

----Ahora sí, a dormir- dice en el silencio de la casa. Sólo las paredes escuchan.
Se levanta, lava la taza, la cuchara y el platillo. Apaga la luz de la cocina y se dirige al dormitorio. Lista para acostarse, se desviste sin prisa. Dobla la falda negra que cubre sus piernas hasta los tobillos, la coloca sobre la silla al costado de la cama. Así se despoja de las prendas que la visten hasta quedar desnuda. El espejo de la cómoda refleja la imagen de Lucía. Ella se acerca y reconoce con su mirada el cuerpo de esta otra que no oculta las huellas de su enfermedad. Estira su mano y choca con la mano fría que está al otro lado del espejo. Se observan calladas y luego se retiran cada cual para su mundo. Lucía se pone el camisón de encaje color rosa y se introduce en la cama. Gracias al tilo, entra en un profundo sueño.

La despierta el radio despertador con un clásico de Federico Chopin.
Recuerda la cita con el médico. Se levanta rápidamente y se dirige a ducharse. Antes, busca el jabón de glicerina que compró en una tienda de artículos naturales. La lluvia del duchero moja su rostro aún dormido. Se arropa con un vestido floreado de falda larga y sale. A las ocho menos cuarto está en la sala del consultorio y es llamada por la recepcionista. El doctor la atiende y después de revisarla, le da la receta para el medicamento.

Sale de la clínica con la prescripción en la mano. Dirigiéndose a la farmacia, va respirando el aire fresco de la mañana. Cruza la plaza que está vestida de palomas y aromas de azucenas. Las visitantes mañaneras, en busca de migajas, se le interponen en su camino. Por un momento afloran en su mente los recuerdos, aquéllos que la perturban desde que estuvo en el hospital. Lucía se detiene. Una piedra se le ha metido entre la planta del pie y la suela de la sandalia. Ve un banco de madera marrón con patas de hierro forjado, se sienta para sacar la molesta invasora.

Reposa un momento, y decide embriagarse de brisa pura de primavera, que hace tiempo no disfruta. ’’ Tengo que recuperar el tiempo perdido’’, piensa.

Se detiene a observar el entorno pintado con soldados silenciosos. Algunos con miradas tristes y rencorosas, otros distantes que ni siquiera ocultan su desinterés por los vagabundos que duermen en los bancos de la plaza. Ella sigue con la mirada a la poca gente que sonríe, como queriendo adivinar la razón de su alegría.

Le viene a la mente el recuerdo de Agustín, cuando en la Universidad se graduó de escribana. Él prefería que fuera abogada.
‘’Algún día tendrás que ayudarnos a mí y a mis compañeros de Ciencias Políticas’’- le dice sonriendo. Ve sus ojos color miel y su mirada tierna. La imagen de él la acompaña todos los días. ’’¡Cuánta falta me haces, Agustín!”.

Hace varios años que fue liberada. A pesar de la ‘’libertad’’ que vive el Uruguay, la mayoría de los ciudadanos están tristes, al igual que la tristeza y culpa que acongojan su corazón. Lucía estaba repartiendo panfletos en una manifestación relámpago cuando la aprehenden. No sabe nada de sus compañeros. ‘’ ¿Qué dirán ellos si les digo la verdad?’’, se pregunta en silencio.

Lucía, con treinta años, se siente cansada, cansada de arrastrar con su culpa, pese a que no habló. Aprieta la receta con la mano como descargando la rabia. Su cabello se ondula con el pasar del viento. Sentada, frota su pierna izquierda que no se deja ver; suele mantener ocultas sus extremidades inferiores. Le da pena que la vean. Se pone de pie y sigue su camino. Al final de la plaza, encuentra una iglesia de estructura vieja, con una puerta negra de hierro que le trae a la memoria el cautiverio.

Sabe que no va a soportar. Está prohibido hablar y moverse. Sólo se escuchan silenciosos gemidos. Parada entre la pared de cemento y los barrotes de hierro, siente en el frío de éstos, el dolor de su brazo derecho. Recorre las manchas que imagina dispersas en diferentes partes del cuerpo. Ya no resiste el plantón, las piernas se van aflojando.

--- ¡Firme, carajo!- escucha a lo lejos.
Hace un esfuerzo y vuelve a enderezar sus piernas, que están siendo invadidas por un ejército de hormigas invisibles. Los dedos gordos y los talones parecen haber desaparecido del cuerpo. Siente el avance sin tregua del cosquilleo que sube hasta la rodilla. En la oscuridad, confunde el transcurso del tiempo. Lucía calcula que pasaron ya varios días, pero realidad no tiene noción.
--- ¡Ay! No más- estalla un grito de mujer en el silencio.
---Habla, perra hija de puta, replica una voz gruesa y profunda.
Lucía siente el mudo resonar de sus huesos. Sus manos de hielo tratan de contener un hilo tibio que cae entre sus piernas. Oye carcajadas. Se va enrojeciendo de una vergüenza impotente y llena de rabia.
---Por comunista te pasa. Dentro de un rato vas a saber lo que es bueno, le advierte uno.

Se concentra en pensar que no hablará. Resiste el dolor; intuye lo que le espera. Escucha que alguien se aproxima en dirección a ella, todo lo percibe e imagina. Su rosto está cubierto por un lienzo ajustado que la asfixia y sus manos atadas por delante. Se abre una puerta chillona, y un bulto choca contra sus pies desnudos.
---Ahí tenés compañía. Pedíle que te cuente cómo disfrutó cuando vuelva en sí- dice la voz, cuyo rostro, ella dibuja en su mente. Lo imagina no muy mayor, con ojos negros. Boca de labios finos como hechos con el filo de un cuchillo.

Escucha unas llaves que se rozan y cierran una puerta, pasos que se alejan. Luego un silencio. ‘’Se fueron’’, piensa y siente un alivio, a pesar de los dolores de su cuerpo. Se agacha y trata de reconocer el bulto que tiene al costado de su pierna. Con la mano que apenas puede movilizar, descubre que se trata de una mujer. El tacto de sus dedos le habla de una piel suave, de cabello no muy largo y algo rizado. De repente, una mano temblorosa busca algo a qué aferrarse. Encuentra la mano izquierda de Lucía que se halla tratando de armar aquel rostro.
---Tranquila, que se fueron- le notifica, y continúa ¿Cómo te llamas?
---Ana- contesta.

Lucía trata de ayudarla, pero su cuerpo se lo impide. Ella también se encuentra débil. Decide sentarse a su lado. Sus manos se confunden en un mismo dolor. Ana no desea contar lo que le sucedió, sabe que Lucía va a pasar por lo mismo.
Cansadas quedan dormitando, su respaldo de cemento las mantiene erguidas. Lucía en su sueño recuerda la plaza llena de militantes con disimulados paquetes de panfletos, prontos para volantear. El ambiente tenso se intuye, hasta que se rompe con los gritos y las consignas. Espera la señal y sale caminando hasta que la rodean y le quitan la propaganda que la delata. ’’¿Cómo no los vi?’’. Es tiempo de callar ideas, pero la militancia sigue en clandestinidad.

Un ruido de pasos se aproxima. Lucía dormita todavía.
---Vení vos ahora- le grita fuerte una voz que abre la puerta.
- Y mejor cantá lo que sepas.

La toma del brazo y la levanta bruscamente. Ella siente que el brazo se le va a partir, el dolor de los golpes recibidos se profundizan más aún. Otra puerta se abre. Percibe la respiración y el aroma de colonia. Es despojada de la ropa que la cubre, su pantalón blanco con rastros de orín, la blusa de seda que está manchada de sangre y huele a transpiración. Las manchas rojas escamosas son visibles en el cuerpo desnudo de Lucía. La tiran en una parrilla, le atan las manos y pies.

Avergonzada siente el nido de alambre en su espalda. Los verdugos no le prestan atención a su enfermedad. Disfrutan acariciando con sus miradas las caderas desnudas de Lucía. ’’ No voy hablar’’, se repite, mordiéndose los labios hasta sangrar.
Los choques eléctricos de la picana que le introducen bruscamente en el ano, le producen espasmos repentinos. Gritos desesperados escapan de su boca, a pesar del esfuerzo que hace para mantenerla bien cerrada.

Al cabo de una hora yace desmayada en su lecho de alambre. Un inesperado chapuzón de agua la despierta. La capucha mojada delinea sus facciones. Se vuele abrir una puerta.
---¿Cantó la pajarita?- pregunta.
---Hasta ahora no, mi General- contesta el guardia.
---Pues ahora va a cantar- afirma el General, sacándose la chaqueta de galones y poniéndola sobre la silla negra de madera que se encuentra detrás del escritorio.
La luz es escasa, solamente una lámpara ilumina el infierno de la oficina. Una radio está prendida, y su volumen es alterado por el guardia, cuando la desesperación es irresistible. La mano del General comienza a recorrer los pechos ásperos de Lucía. Recorre lugares íntimos tratando de humillar la presa; un juego tendencioso que suele terminar en violación. Ella sabe lo que viene después del manoseo. La mano transita despacio por su abdomen hasta que nota que esa piel era diferente a otras. Introduce el dedo anular en la vagina de Lucía hasta hacer contraer las membranas. El General, refriega la bragueta del pantalón sobre la mano de Lucía que sobresale de la parrilla. Aprieta el seno diestro de ella, y ahora nota con más claridad las ronchas escamosas de la piel.
--- ¿Qué tienes en la piel? - pregunta intrigado.
Lucía no le contesta.
---Habla, perra- ordena el General y manda aplicar otro picanazo.
--- ¡Lepra, mal parido!- expulsa un grito de rebeldía.
---¿Lepra? ¡Imbéciles! ¿no sabían que era sarnosa? - pregunta el General, separándose del desnudo cuerpo.
-Saquen de aquí a esta mujer.

Humillada y llena de moretones que no puede ver, la envuelve un alivio apacible. La devuelven a la celda, pero ya nadie la toma del brazo.
--- ¡Comunista y leprosa!- oye decir.

Al cabo de algún tiempo vienen a buscarle, le tiran una manta para que se cubra y le ordenan que camine. La hacen subir a un auto. Es evidente que todos le tienen temor.
Las campanas de la iglesia tocan las nueve. Un revolotear de palomas la regresa a donde está, camino a la farmacia. Con la receta arrugada en su mano derecha, recuerda el rostro de Ana, ése que nunca pudo ver. La farmacia está vacía. Entrega lo prescripto por el médico, pero antes lo alisa con sus manos. Lucía retoma su viaje al pasado, mientras espera que le entreguen el remedio.
‘’ ¿Qué será del Doctor Saavedra?’’, silenciosa se pregunta.

El hospital militar donde la llevan en carácter de presa es atendido por un dermatólogo que es especialista en lepra, el Dr. Saavedra. Alto y de nariz aguileña. Enzo, como todos los enfermos lo llaman, se siente cada vez más arrepentido de trabajar en el hospital. No por los pacientes que tiene que atender, pues en general sus padecimientos reafirman más su vocación; sino porque es difícil ver y callar las injusticias. Hay indicios en la piel de extrema violencia, pero a él, le está prohibido hablar.
--- ¿Otra enferma?-dice con un acento suave.
---Tiene lepra, doctor.
Lucía oye cerrar la puerta. Enzo desata la bolsa de tela que le cubre la cabeza y las cuerdas de las manos.
--- ¿Cómo te llamas?- pregunta.
Sólo ve una nube blanca. Se refriega los ojos, que siente quemar por la luz. Los párpados hinchados le hacen más difícil poder recuperar la visión.
---Lucía me llamo. ¿Dónde estoy?
---Acuéstate en la camilla- le dice, y se aproxima a examinarla.”¡Que horror!’’, piensa.
Coloca los guantes de látex en sus manos finas y avanza entre las ronchas escamosas, que se mezclan con el evidente maltrato. Se detiene en la axila derecha, observa un bulto que merece unos minutos de atención. Se quita los lentes, que tiene uno de sus cristales rayados, y mira a Lucía. La recíproca mirada de piedad de ella se cruza con la de él. Saavedra se conmueve.

Ya le es habitual ver desfilar personas con las mismas marcas y miradas de Lucía. Cuando se los traen, algunas palabras de reproche salen de sus labios. Un militar de cargo le hace una advertencia que Enzo toma muy en serio.
Llena la ficha y escribe ‘’Leprosis en estado precoz’’, y ordena un tratamiento.

Los oficiales dejan de molestarla, y el martirio de culpabilidad empieza a perseguirla. ‘’No debí abandonarlos’’, y recrimina los dos años que pasa en cautiverio. Piensa en sus compañeros de militancia, la tortura física que están soportando. A veces cruza sonrisas de complicidad con el Doctor Saavedra, pero nunca hablan.

La túnica blanca que se le aproxima le recuerda a él.
---La medicina está lista, dos aplicaciones por día – indica el farmacéutico. Dígale a su doctor que salió un remedio nuevo para su enfermedad.
---Le diré, gracias. Y emprende su viaje hacia la casa.

En el trayecto vuelve el recuerdo. La imagen de Agustín que está desaparecido pesa en aquella mentira.”¿Qué hicieron con él?”. Sacude la cabeza, quiere sacar de su mente lo vivido.

Algo está pendiente en la vida de Lucía. Algo que necesita realizar. Ansiosa de comunicarse con él, apresura el caminar. Abre la puerta de su casa y se dirige a concretar el llamado. En Canadá suena el teléfono y él intuye, sin saber por qué, esta llamada es importante. Enzo tuvo que pedir refugio político y vive en la ciudad de Toronto desde hace algún tiempo. Su encubrimiento peligroso lo llevó a esta situación. Nunca se arrepiente de lo hecho.

Lucia juega nerviosamente con el cable, hace garabatos con la lapicera en la libreta de anotar. El timbre suena insistente, al otro lado, alguien contesta.
---Hello –Ella reconoce la misma voz con acento suave. Sonríe al recordar al frustrado violador.
---¿Se encuentra el Dr.Saveedra?
--- Sí, él habla. ¿Con quién tengo el gusto?
---Lucía, doctor.

Enzo, del otro lado del teléfono sonríe con satisfacción. Recuerda la dermatosis crónica, en el cuerpo maltratado de la joven muchacha. Las miradas cómplices que cruzan, la psoriasis que cambia la vida de los dos.

1 comment:

  1. Impresionante,me tuvo atrapada hasta el final.Aprovecho también para felicitarle por el aporte que hizo el Grupo TORONTO para que fuese posible levantar la escuelita.Gracias por este ratito en el que buscaba algo interesante en internet y lo encontré aquí en su corral.Besos.Valeria.

    ReplyDelete