Las vi por
primera vez en el Camino Francés, después las visite en Genestacio de la Vega y en
mi último Camino, al llegar a Faramontanos de Tabara me volví a topar con ellas
y fue una experiencia interesantísima.
En
Genestacio de la Vega, mi amiga Sandra me invito a visitar la antigua bodega subterránea
de su abuelo, se encontraba en las afueras del pueblo en una pequeña colina.
Don Baltasar, supuestamente la cuidaba muy bien, hasta el día que el cuerpo y
el tiempo se lo prohibieron, el día que la visite, se notaba que hacia años que
nadie entraba y hasta me dieron ganas de agacharme y empezar a ordenarla y
limpiarla, para ponerla como el acostumbraba a mantenerla.
La zona parecía
totalmente abandonada, pero no era así, en una de las bodegas, Pedro, un vecino
de la zona todavía mantiene la tradición viva y todos los días visita su bodega
en compañía de su nieto. Allí pasan el día los dos, el abuelo entre vinos y
cortes de jamón o chorizo, el nieto corriendo afuera detrás de una pelota o yéndose
hasta una viña cercana donde cosechan unas uvas deliciosas. Tuve la suerte que
me invitaron a conocer su refugio y compartir con ellos un poco de su vino y su
jamón.
Fue un momento muy especial, ya que Pedro, muy conversador, me contaba
historia del pueblo y de la zona… donde tiempo atrás habían muchas viñas, hoy solo
queda la suya.
Más
adelante, en La tierra del Cubo del Vino, me volví a encontrar con las bodegas,
gran cantidad de ellas se encuentran justo a las afueras del pueblo. Ahí también
intenté conocerlas por dentro, pero no encontré ni un alma, parecía más bien un
cementerio abandonado, pero la zona tenía cierta cosa, que me invitaba a recorrerla
en su totalidad, por un buen rato me senté en un tronco frente a una de estas
bodegas abandonadas y por la mente me pasaban imágenes que yo suponía que habrían
sido vividas en el lugar.
Cuando volví
al albergue, Loli, la hospitalera del lugar, me dijo que todavía había muchas
de ellas que guardaban deliciosos vinos, pero que hoy día las usaban más como
un lugar para visitar los fines de semana
para una corta visita, otras para organizar comidas familiares o de
amigos.
Pero en el
Camino Sanabrés al llegar a Faramontanos de Tabara, justo por donde el Camino
entra al pueblo, en una de las primeras casas, Valentín, un hombre que andaría rondando
sus ochenta y pico, se encontraba en la entrada de su bodega. Me saludo con un efusivo
“Buen Camino”, le conteste en forma y me acerque para mirar la entrada de su
preciado lugar. Una larga escalera llevaba a la parte escavada, se veía limpia,
prolija, se notaba que Don Valentín la usaba y cuidaba mucho. Me invito a
visitarla y tomar un poco de su vino, yo que venía cansado y agobiado por el
calor, acepte enseguida, para disfrutar del frescor del pasaje subterráneo y
meterme entre pecho y espalda un vasito
de vino casero.
Fue una
visita interesante, por las historias del pueblo y de peregrinos que me contaba
y por la oportunidad de sentir ese olor a tierra y uva, que me transportaba a
otros tiempos. La visita se alargaba, pero yo tenía que seguir, Tabara estaba a
unos 5 o 6 kilómetros y deseaba llegar al albergue, para ver a mi amigo José
Almeida y descansar.
Le ofrecí
al buen hombre que me acompañara hasta el bar del pueblo para invitarlo con un café,
pero me dijo que iba solo una vez al día, generalmente al atardecer. Así que
nos despedimos y agradeciéndole la hospitalidad, seguí mi Camino.
Cuando paso
por el bar, se me ocurre entrar, me tome un café y al pagar, le digo al dueño
del lugar que quería dejar un café pago para Valentín, que es un parroquiano
que generalmente se acercaba al bar por las tardes. El hombre se sonrió y me
dijo… “Asi que se encontró con mi padre en la puerta de su bodega, a que lo
invito a tomarse unos vinitos, ese viejito lindo, siempre sacándome los
clientes”… Me dio un apretón de manos y sin cobrar ni siquiera mi café me deseo
un “Buen Camino”.